EL TORO EN LA MESA, OLÉ.

"El toreo es probablemente la riqueza poética y vital de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación pedagógica que nos han dado y que hemos sido los hombres de mi generación los primeros en rechazar. Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo". (Federico Garcia Lorca).

El culto al toro es uno de los rasgos fijos de la cultura mediterránea, incluso en la mesa. Con el comienzo de la temporada taurina los estómagos de los aficionados se disponen para ingerir una buena dosis de viandas que alegran el espíritu. Recetas tan típicas y tradicionales como el rabo estofado, los jarretes o las criadillas se hacen presentes en las cartas de los restaurantes más prestigiosos, como una prueba más de que las fiestas populares van estrechamente ligadas a la gastronomía tradicional.


Entorno a los toros existe una cultura gastronómica que va mucho más allá que consumir los espléndidos platos que se elaboran con su carne. Comer carne de toro que ha encontrado su muerte mediante lidia tiene unos orígenes que se pierden en la noche de los tiempos, con orígenes netamente antropológicos. Los cazadores primitivos creían que el hombre puede convertirse en animal, por eso confluían misteriosas relaciones entre una persona y su animal totémico. Existía la costumbre de ofrecer a los seres supremos una ofrenda del animal al que se había dado muerte. Todavía se conserva entre los cazadores actuales el rito de ungir al joven cazador que ha dado muerte a su primera pieza con la sangre y las entrañas del animal, del mismo modo que se hace en muchos pueblos primitivos. Si el animal se ha distinguido por su bravura, por su nobleza y su valentía, se le amputan los genitales para ser comidos ritualmente y hacerse con la fuerza del poderoso astado. En nuestros días, no pocos toreros, cuando han matado a un toro noble, con raza y que embistió bien, envían a su mozo de espadas al desolladero para que le traiga las criadillas que cenará esa noche. De igual forma en las fincas ganaderas, la castrada de los becerros es solo el preludio para un manjar exquisito. Ya en antiguas crónicas latinas se hablaba de los poderes adjudicados a la ingesta de criadillas de toro y su influencia positiva sobre la sexualidad masculina. Si eran toros de lidia cretenses, mucho mejor. El toro como animal es relacionado en la mayoría de casos con virilidad, fuerza y dureza, no solo por su tamaño sino por su potencial reproductivo de dimensiones increíbles, un toro es suficiente para preñar toda una manada. En la búsqueda de remedios y sustancias aptas para mejorar la vida sexual humana, a las criadillas del toro se les adjudicó poderes afrodisíacos y muchos hombres empezaron a consumirlas. Fernando el Católico convencido de su cualidades benefactoras en relación a la virilidad era un buen consumidor de criadillas, incluso Felipe IV, rey de Castilla y León las comió con el fin de mejorar su salud y dejar un progenitor.

Pero sin lugar a dudas, y apelando a mi condición de cordobés la receta más considerada de este animal es el rabo de toro, mal llamado en algunos sitios cola, forzado eufemismo heredado de la censura franquista para evitar decir lo que es, rabo. Parece ser que el origen de este suculento estofado se sitúa en el siglo XVI y en los antiguos mesones cordobeses de la plaza de La Corredera, Leones, La Romana, El Carbón, hoy ya desaparecidos y en Santamarina barrio torero por excelencia donde los preparaban con maestría. También los particulares podían aprovisionarse en la época de feria acudiendo a las chindas, personas que vendían los despojos de las reses en la vía pública sobre tableros de madera pintados de verde para separarlos de otras partes magras del toro. Ellas fueron las creadoras del estofado de rabo. Estas mujeres eran hijas, hermanas, madres o viudas de toreros. La hermana del torero cordobés, Antonio de Dios Moreno, conocido en el mundillo taurino como “Conejito”, parece que cocinaba los rabos como nadie, su receta nos ha llegado de esta forma: "Colocado el puchero sobre el anafe y al fuego del picón de Trassierra, hecho de lentisco, retamas, jaguarzos, coscojas, jaras y madroñeras, echaba en la panza del puchero los rabos limpios y troceados, una cebolla, unos ajos, unas zanahorias, todo en crudo, de condimentos pimienta, azafrán en hebra, un chorreón de aceite y un medio u dos de Montilla y todo ello a lentitud de cariño y fuego, que se tiene que estofar".


Toros para la corrida. (Jesus Valle Julian)


Piense estimado lector, que el toro en la plaza no da solo deleite al maestro y al respetable público, si no que aún después de recibir la puntilla el astado y arrastrarlo las mulillas por el callejón, le queda aún que dar muchas satisfacciones a los comensales que lo esperan en su mesa y en su plato. Y es que lo del toro separa a los que vivimos en este coso ibérico en dos, los que hacen arte en el ruedo de albero y los que hacen arte en el círculo del plato. El toro no es un animal sino un tótem, y por ello acabamos comiéndolo. Antonio Gala, de acreditado amor a los animales, ha escrito: “Al toro lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o lo pitamos; después de su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos, lo musicamos y lo pintamos”. Olé.

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